Aquella luz de La Habana

A la memoria de Ana Justina que todavía me acompaña.

Por: Gerardo Fulleda León

Entre las fotos que guardo de entonces hay una en que somos tan jóvenes que da envidia. Estamos de pie, frente a la puerta de la Imprenta Arquimbau. Ocupamos ese tramo de la acera de la calle Obispo: José Mario, Ana María, Ana Justina y yo. Nos alumbra toda la luz de las tardes de diciembre en La Habana, de fondo, como para cegar al espectador y volvernos algo irreales. Llevamos encima libros, discos, súeters y carteras y en conjunto tenemos quizás ese aire de intelectuales que anhelábamos alcanzar algún día. A un extremo y de lado, Ana Justina, nuestra “justicia”, con sus gafas oscuras y esa elegancia humilde y precisa que imponía, con su cortedad y peculiar humor. Ana María mira al frente. Sus ojos vivaces esbozando una sonrisa impecable en su anticipo y hermosa como siempre. Yo secundo a Ana María y miro a la cámara, sin poder ocultar el regocijo de poder disfrutar del momento y de quienes me rodean. Al extremo, Mario con su blanca camisa y su aspecto de chino poblano. No quiere mirar a la cámara, pero está satisfecho totalmente, sin lugar a dudas. Seguro celebramos las pruebas de galera de un libro o su culminación.

Había conocido a Mario meses antes, una noche de comienzos del 1961, en un aula del Teatro Nacional de Cuba, en la Plaza de la Revolución. Allí sesionaba el seminario de Dramaturgia que por entonces conducía el argentino Samuel Feldman. Estaban algunos de aquellos que nos volveríamos inseparables muy pronto. Eugenio Hernández Espinosa, Guillermo Cuevas, (Héctor) Santiago Ruiz… junto a otros cuantos alumnos. Al día siguiente, en la Biblioteca Nacional “José Martí”, Eugenio y él me presentaron a Ana Justina Cabrera y más tarde a Ana María Simo. Desde ya empezamos a intercambiar opiniones, a polemizar y coincidir en algunos puntos. A partir de ese día nos citábamos asiduamente o nos encontrábamos cualquier tarde en los jardines de la UNEAC, en un parque, a la entrada de un ciclo de cine soviético en la Cinemateca de Cuba, en una función de teatro en el Mella, en los pasillos de una exposición de Portocarrero, en un concierto de Bola o la Burke; y ligábamos la tarde con la noche y allá nos íbamos a escuchar el feelling en El Gato Tuerto o jazz en el Atelier y bajábamos y subíamos La Rampa y terminábamos las madrugadas en el Malecón leyendo poemas, cantando boleros o contándonos sueños y aspiraciones.

Mario pasó a ser el gran descubridor de talentos; aparecieron Nancy Morejón, Reynaldo García Ramos, más tarde Georgina Herrera, y se sumaron otros al Lina de Feria núcleo central como la “crítica” del grupo, la profesora Josefina Suárez, que nos trajo a Liliam Moro, su alumna, a nuestro seno. Y otros tantos que llegaron después. Pero también nos descubría otros tesoros. Su capacidad de lectura era insaciable y no pasaba un día que no llegara a deslumbrarnos con rara avis: un ejemplar de Ficciones, de Borges; Los cantos de Maldoror, de Lautreamont; Una temporada en el infierno, de Rimbaud; Elegía sin nombre, de Ballagas; o la Aurelia, de Nerval, y teníamos que no dormir esa noche para entregar el libro en la tarde siguiente a otro de nosotros, para que lo leyera. Así, gracias a él o a su estímulo, fuimos tras Rilke, Tagore, Maiakovsky, Eluard, Quasimodo, Essenin, Quevedo, Garcilaso, Huidobro, Proust, Seferis, Dylan Thomas, Aimé Césaire, Hölderlin… y muchos más que devorábamos con fruición.

Desprendido hasta llegar a manirroto, nos invitaba en ocasiones a meriendas y almuerzos en el Wakamba o el Karabalí. Todo sacado del bolsillo de Mario, su padre, quien tenía una floreciente ferretería cerca de la casa familiar en Buena Vista. También lo ayudaba económicamente su contrato salarial como dramaturgo exitoso con el Consejo Nacional de Cultura, ganando cifras insospechadas hasta entonces por un escritor de teatro en nuestro país. Piezas que, después de ser estrenadas, en su mayoría formaron parte del libro Quince obras para niños. Algo insólito aún en nuestros días. Esas grandes ocasiones se celebraban por todo lo alto, preferiblemente en el Polinesio del hotel Habana Libre. Allí, un día llegó con otro descubrimiento, la “mítica” Josefina Duarte, con sus gafas al aire y su delgadez extrema (¿qué será de ella, de su sabiduría de la calle y aquellos poemas desconcertantes que nunca publicaría?). Pero allí y donde fuera, lecturas, controversias, planes. El sueño de José Mario eran unas ediciones para publicar nuestros textos: El Puente.

Los primeros antecedentes de este empeño los podemos encontrar en un volante: “Manifiesto” que, firmado por José Mario, Isel Rivero, Eugenio Hernández Savio, Mario F. Balmaseda, Ana María Simo, José Madan, Reynaldo Hernández, Ray Pelletier, Armando Charón y Guillermo Cuevas salió a la luz en octubre de 1960. Allí manifestaban:

Nosotros jóvenes escritores: Conscientes del gran vuelo emocional que recorre nuestro suelo. Conscientes del gran mensaje que está presto a recibir el pueblo. Conscientes del ejemplo de unidad que debe dar nuestra generación. Proclamamos la total adhesión al Primer encuentro de poetas y artistas, dedicándole el 25% de la primera publicación que llevaremos a cabo, al avión de la poesía…

Esas primeras publicaciones eran “El grito” (poema), de José Mario Rodríguez, y “La marcha de los hurones” (poema), de Isel Rivero, editados ambos por la imprenta de la C.T.C. Revolucionaria en ese mismo año. Y terminaban el panfleto con: “Por la declaración de La Habana. Por la dignidad y superación del hombre en todos los aspectos. Por la unidad de América Latina”.

PARA EL NARRATIVO COMPLETO – Aquella Luz de la Habana