Crónicas de mi reciente viaje a Santa Clara (I).
Por: Alberto Abreu Arcia
Cuentan que este viajero llegó una noche a la ciudad Santa Clara y sin sacudirse el polvo del camino preguntó dónde estaba el Mejunje. Tras comer, allí, un plato de yuca, arroz blanco y salchicha, que me supo a gloria, proseguí mi camino, ansioso por explorar los muladares y otros recodos del imaginario gay de la ciudad. Entonces fue cuando hice pública mi resolución, pero mis anfitriones (para más señas heteros), de buena fe, me alertaron del peligro: me contaron sobre los recientes crímenes de que habían sido víctimas algunos maricones que frecuentaban “la zona”, muchos de ellos todavía sin resolver por parte de la policía, me hablaron de asaltos a los que podía estar expuesto, improvisaron estadísticas. Como si a estas alturas de la vida, no hubiera experimentado en carne propia, con toda la violencia física e injurias, esas metonimias con que nuestros verdugos y sus cómplices aquilatan la importancia de lo viril. No obstante, de ser cierto, estos datos se colocan como un pliegue en una ciudad que a decir de Silveiro “está transitando de la tolerancia a la aceptación del gay”.
En fin, que si a altas horas de la noche me adentraba por la línea del tren que comenzaba a costado de la calle, donde se alza el monumento al tren blindado (erigido en homenaje al heroísmo del Che en la histórica batalla de Santa Clara), hacia el bosquecillo de árboles que se levantaba a ambos lados de la línea, podía morir en circunstancias similares a la de Pier Poalo Pasolini. La posibilidad real de hecho, por patética, me llenó de escozor. Recordé de inmediato a aquellos héroes gays que nos legó el cine y la literatura la modernidad, donde el reconocimiento y aceptación del deseo homosexual, lejos de consumarse a plenitud, siempre es castigado con la muerte, pero mi historia como maricón, está muy lejos de aquellos sujetos y relatos trágicos. A pesar de que siempre me he desenvuelto en un entorno pre, mi vida está llena de relatos post. No es un juego de palabras, ello explica mi fascinación por el carnaval (muerte y resurrección) que todo lo disloca y subvierte.
Todavía, me quedaban una noche. Al otro día, debía de impartir dos conferencias. La primera, sería bien temprano, en la sede de la UNEAC y versaría sobre las Ediciones El Puente, mientras la otra era sobre la problemática racismo antinegro en la Cuba de estos días, en el controversial espacio “La Caldera”, recién creado por la A.H.S y que conduceYandrey Lay Fabregat, pero sobre ellas hablaré en próximas crónicas de este, mi primer viaje a Santa Clara.
Aquella noche de mi llegada, de regreso al lugar donde me hospedaba, al cruzar cerca del memorial al tren blindado, me detuve y contemplé el pedazo de línea de ferrocarril que se abría hacia la noche, hacia aquellos campos de batallas. Allí, estaba yo: varado en la intercepción de dos dimensiones de la historia y del espacio en disputas (el centro, la historia oficial, fosilizada y otra todavía confinada por la primera a los bordes temidos de los muladares, de lo innombrable: la bestialidad del coito ejercido sin diplomacia, por puro goce: el desperdicio). Contemplé con una mezcla envidia y de nostalgia la silueta del maricón que, sobreviviente de alguna batalla, caminaba en medio de la noche hacia mí, con dificultad atisbé su bermuda naranja, el pulóver desmangado y sus tenis aprisionando los guijarros que casi cubrían las líneas del ferrocarril. La admiración, el morbo, desfallecí de envidia.
Por otra parte, Santa Clara es quizás la única ciudad de la Isla, donde la práctica y representación del travestismo, -absorto en el simulacro de la feminidad, con sus migraciones del género, y sus continuas disidencias y parodia de lo viril-, se ha convertido en un hecho verdaderamente creador dentro del imaginario gay cubano del nuevo milenio. Su ejercicio y discurso re-orientan y jerarquizan ciertas dinámicas del ser homosexual, no sólo dentro del espacio público, sino también de la cultura popular.
En la actualidad se viene discutiendo sobre la presencia o no de una comunidad gay en la Isla. Creo que la existencia de la misma, presupone de un grupo de códigos corporales, lingüísticos, de metáforas y modelos conductuales nacidos de manera espontánea, aceptados y compartidos por sus miembros de forma consuetudinaria. En el caso de Santa Clara estos serían uno de sus rasgos distintivos, más allá de sus especificidades locales, de sus contrapunteos y presumibles estratificaciones, de sus intercambios, influencias y préstamos de signos con otras comunidades del centro y el oriente del país. (Continuará)