Cuando ser homosexual equivale a una ciudadanía pisoteada

(A propósito de la Denuncian gays sobre los acosos y redadas policiales en Varadero y Matanzas).

Por Alberto Abreu Arcia

En días pasados publiqué en este blog “Denuncian gays acosos y redadas policiales contra ellos en Varadero y Matanzas”, se trata de un reporte donde en aras de lograr la mayor objetividad, dar voz a los implicados en los hechos y respaldar su denuncia ante el CENESEX apenas emití juicio o mi análisis sobre los sucesos.

Innegablemente los acontecimientos que en dicho escrito denuncian los hablantes tienen repercusiones muy sensibles (identitarias, culturales, políticas, jurídicas) para el movimiento LGBT y la emergente sociedad civil cubana en general. La principal de ellas compete a la noción de ciudadanía. Desde luego, que no voy a enredarme aquí en un debate teórico sobre dicho concepto tan caro para los Estudios Culturales Latinoamericanos en su defensa de los derechos civiles y políticos de las comunidades o grupos socialmente diferentes, tanto a existir como a intervenir en la res publica y efectuar las transformaciones que ella necesita. Aspecto que considero sustantivo para la búsqueda de justicia social y el establecimiento de políticas públicas más inclusivas.

Lo que sí es evidente, a la luz de los eventos denunciados por los hablantes en mi texto, es el imperativo, cada vez más ineludible, de crear leyes que protejan nuestros derechos ciudadanos, particularmente los de aquellos grupos o sujetos históricamente subalternizados, frente a las arbitrariedades, abusos e impunidad con que, en el espacio público, actúan ciertos agentes sociales o del orden público. ¿Qué hacer ante este desamparo legal, ante este proceder que no sólo avasalla la identidad homosexual, sino que también la criminaliza? Para algunos de ellos -nótese que rehúyo de toda absolutización- la percepción del cuerpo del otro (racial o sexual), en cuanto a sujeto de derecho con garantías y prerrogativas, transita del desperdicio a la indiferencia: es algo que puede ser pisoteado, sin mayores consecuencias o bajo el “pretexto” de que se trata de lacras sociales o individuos cuyos comportamientos y deseos están necesitados de corrección. En mi artículo anterior hay suficientes ejemplos de esta patologización del cuerpo homosexual masculino, por parte de la policía.

No es necesario ser un gay de capilla o rumiar la quimera de que vivimos una realidad de colores radiantes, sin claroscuros ni prolongados silencios para tener conocimiento de tales actos de denigración, y lo que más indigna: su impunidad. Si como señala Ernesto Laclau: el poder es fuente de lo social y al mismo tiempo la condición de su inteligibilidad, ya que la primera de estas instancias (el poder) está localizada dentro de lo social y opera a través de sus estructuras. Convendrán conmigo en que los hechos denunciados apuntan hacia un doloroso vacío: la carencia de instrumentos legales efectivos que permitan contrarrestar tales abusos. Este, es el principal reto que tiene por delante la emergente sociedad civil cubana cuando decida, de una vez y por todas, comenzar a pensarse no desde los aristocráticos recintos académicos-institucionales, sino desde la calle, es decir: desde esos bordes temidos donde pululan las locas chillonas, iletradas, pobres, mal vestidas, frívolas, liosas, embobecidas en el simulacro de la feminidad, continuamente difuminando las fronteras entre lo privado y lo público, trastocando la gramatical verbal del uso del género. Esas miserables criaturas que solo viven para espabilar la sierpe adormecida del macho. Créanme que escribo esta enumeración desde una alegría casi carnavalesca y el orgullo, nunca desde la lástima. Porque la lástima deshumaniza y victimiza el discurso cuando hablar de mariconería deviene en una cuestión no solo de ciudadanía, sino también de principios.

Me pregunto si habrá que esperar por la consolidación de la incipiente sociedad civil cubana para que estos hechos no sigan ocurriendo o si, por el contrario, el acto de ir buscando -de manera creativa- instrumentos y mecanismos que, en cada caso, permitan la reparación moral y jurídica de los afectados por tales arbitrariedades no es también un camino que lleva a la construcción y fortalecimiento de la misma.

En la memoria del movimiento homosexual cubano sobran nombres y ejemplos de las víctimas que tales atropellos cobraron en las décadas del sesenta, setenta, ochenta, incluso del noventa. Estos hechos produjeron una herida sensible en la nación de la cual aún no nos hemos recuperado. Muchos son héroes o episodios anónimos, evocados sólo en las reuniones de familia o en el recuento melancólico y estremecedor que, al pasar de los años, hacen los amigos (maricones que resistieron al suicidio, al éxodo, a la prisión, la marginación social). A ellos también le debemos muchas de las “bondades” de este presente, y de ellos aprendimos que ser homosexual lleva aparejado entrar a un campo de batalla y resistencia que se libra en la calle contra fuerzas hostiles. Sin embargo, sus Verdugos corrieron mejor suerte: nadie los menciona o cuando lo hacen pierden el rostro, el nombre y terminan volviéndose una entidad tan abstracta y difícil de aprehender, encerrada en expresiones como ésta: “era el momento”, o se apela a estrategias de silencio y desmemoria como: “Tienes que saber perdonar. Olvida, porque el rencor no ayuda”. Como si el perdón o el resentimiento muchas veces no fueran argucias o frutos de construcciones retóricas: “Puedo hacerte daño -dice el Verdugo- total si al final estás obligado a perdonarme”. Tan grande y lleno de soberbia es el fardo en el que cargamos las arbitrariedades que se derivan de nuestro desamparo ciudadano, que la disculpa pública ha sido desplazada por el borrón y cuenta nueva.

El hecho de que en la actualidad se permita la discusión pública sobre tales problemáticas, que lo gay, lo trans, lo bi y lo lésbico se hayan vuelto tópicos tan recurrentes en la producción artística y literaria del campo cultural cubano en este nuevo milenio, de los espacios de visibilidad ganados por el CENESEX y el activismo en este sentido, no quiere decir que estos hechos hayan desaparecidos. Me divierte -por iluso e incauto- que alguien sea capaz de pensar que prejuicios sedimentados por siglos en el imaginario popular, las estructuras jurídicas, político-sociales, y los circuitos productores y reproductores del saber desaparezcan en Cuba, por arte de magia, de la noche a la mañana. El desafío está en localizar y desmontar los escenarios en que estas prácticas de acosos y abusos homofóbicos se reproducen, ver cómo las mismas se han desplazado u obligado a camuflajearse ante este nuevo entorno, hurgar en los pliegues y fisuras que las mismas establecen al interior o en los intersticios del discurso oficial cubano contra la homofobia.

En una ocasión escuché a Rufo Caballero llamar públicamente la atención al respecto. Fue a finales de septiembre del 2008, estábamos reunidos en el Palacio del Segundo Cabo durante la presentación del libro de Abel Sierra: Del otro lado del espejo. La sexualidad en la construcción de la nación cubana y de otros dos volúmenes ganadores del Premio Casa de las Américas. Rufo denunció el hecho con un arrojo típico de quien se duele y sangra por su propia herida. Increpó: “¿Hasta cuándo hay que permitir que Mariela Castro se pare en una tribuna a dar un discurso contra la homofobia y esa misma noche u horas después la policía realice redadas contra los gays?” De esta formaba alertaba sobre el des-encuentro entre dos horizontes de la lucha actual contra la homofobia en Cuba: el primero corresponde al discurso oficial y a los circuitos académicos-institucionales cubanos, el otro horizonte es la calle: los mundos de la vida nocturna gays con sus escenarios de inconmensurable vulnerabilidad, donde las bondades o conquistas enarboladas por ese discurso son confrontadas e interpeladas. Pensar que no nos importa lo que pase allí en esos muladares o espacios de pasarela y mucho menos con estos sujetos es un gesto no sólo elitista, sino inhumano y de xenofobia tan despreciable como la exclusión que públicamente y desde los espacios oficiales tratamos de combatir. Es reproducir los dispositivos discriminación de los cuales históricamente hemos sido víctimas, ser prisionero de lo que iluminadoramente Nelly Richard define como “la estratificación de los márgenes”, que en muchos casos lleva a nuestros intelectuales gays u otros que ostentan cierto reconocimiento social o solvencia económica a examinar estos comportamientos desde el prisma de la hegemonía patriarcal y heterosexista, para quien el culpable siempre es el maricón: “quién lo manda a estar allí”, “algo hizo para que lo trataran así”, o “seguro que no está diciendo toda la verdad”. De esta soterrada angustia o mea culpa por ser homosexual no escapan otros homosexuales. Cuando al ser víctimas de algún atropello, o de la violencia física o verbal, exclaman: “no voy a denunciar el hecho, total para qué, si el maricón siempre tiene la de perder”. Aunque en el caso de la denuncia que nos ocupa, ésta última apreciación no deja de haber cierta dosis de verdad. Ellos, en varias ocasiones, denunciaron el caso: primero ante los organismos pertinentes de la PNR en Varadero y Matanzas. Posteriormente, no satisfechos con todo aquel procedimiento kafkiano, lo hicieron ante el CENESEX donde le dijeron que aguardaran por su respuesta y, así le han repetido cada vez que llaman, aunque ha transcurrido un mes de su queja.

“Ayúdanos con eso”, me han dicho. Por primera vez me di cuenta de la responsabilidad y los límites del activismo: constreñido sólo al acto de la denuncia, al texto como una tribuna donde ellos pueden reclamar su derecho de protección estatal, de ser tenido en cuenta como sujetos de ley. Me pregunto de qué sirve el acto de denunciar cuando lo que está en juego no es el destino de personajes de ficción, sino de seres humanos. “[…] siento que hacemos muy poco, en realidad”, me escribió, a propósito de mi reporte, una activista de marcada influencia en el actual escenario cubano de lucha contra la homofobia. Y en otro correo, un destacado intelectual cubano me decía: “No sé, después de quejarse en el CENESEX, qué han hecho los implicados. En todo caso, ¡ojalá no se detengan allí!”. Ambos colegas, de un modo u otro, consciente o inconscientemente, están aludiendo a los límites y al nódulo del activismo cubano contra la homofobia y la discriminación racial, entrampado en la denuncia, pero ¿cómo transitar más allá, sin mecanismos legales que actúen como contraparte de lo institucional o lo estatal, sin la existencia de una ley que proteja nuestros derechos ciudadanos? ¿Cuántas víctimas más habrá que pagar por tan espera?

Mientras batallamos para que, de una vez y por todas, se cree dicha ley, seguiré exigiendo junto con los denunciantes porque se investiguen estos hechos y se hagan las reparaciones merecidas, y lo haré claro y en voz alta. Después de todo, como maricón no tengo nada que perder y sí muchos espacios por ganar.