Soy, me pienso y hablo como homosexual negro. (I)

Por Alberto Abreu Arcia

Hace poco un amigo (para más señas homosexual y blanco, a quien en este texto llamaré J., a secas) me preguntó si no me había fijado en la ostentación tan agresiva que hacen los homosexuales negros, iletrados y de procedencia humilde de su identidad sexual. Hecho que él atribuyó al entorno marginal en el que se desenvolvían la mayoría de ellos. La necesidad de sobrevivir, como maricones, en un ámbito familiar y barrial de códigos muy propios y cerrados. Donde el lenguaje corporal y verbal, tan primitivo y rudo, (propios de la normativa masculina hegemónica que impera en esos espacios) con llevan a estrategias y modos de solidaridad, negociación y pertenencia muy diferentes al que se desenvuelven la mayoría de los homosexuales blancos. En este medio, más que en ningún otro, “la debilidad” devalúa y es una ofensa a la machanguería.

Confieso que, en un inicio, la observación de J. me pareció simple y estereotipada. Entonces, volví la vista hacia el grupo que conversaba en una esquina cerca de nosotros. Claro que l@s conocía desde hace tiempo, justo de allí, de “la zona”. Las veces que coincidíamos en la pasarela, a diferencia de otr@s pájaras discretas y modositas, solía sentirme cómodo entre ell@s, seducido por una rara empatía. En cambio ell@s, al principio, me miraron con recelo y luego, después de compartidas ciertas complicidades propia de los espacios de ligue, el recelo y aquella manera de responder a mis palabras contorsionando los músculos del rostro hasta volverlo en una mueca, expresión tan común en las mujeres afrodescendientes, “no me pongas cara de negra vieja”, fue desplazado por el respecto que atribuía de una diferencia generacional, aunque casi siempre, tras mediar una discusión, cualquier@ de ell@s, dijera como advirtiéndole al resto del grupo: “Esta negra no es como ustedes, ell@ es una negra que tiene preparación.”

Por otra parte, y volviendo a la observación de J. siempre me ha molestado ese tipo de estratificaciones que se suele establecer en el mundo del homosexual masculino, en base no solo al color de la piel, sino también al nivel o la posición económica e intelectual que termina reproduciendo muchas de las exclusiones y vejaciones socialmente que padecemos como homosexuales.

Su comentario, en medio de aquel escenario de ligue gay, donde conversábamos a esa hora de la madrugada, tan diferente al medio “culto” en que normalmente me desenvuelvo, me trajo, así de golpe, ciertos episodios de mi infancia y adolescencia que fueron configurando mi identidad racial y sexual y en los que nunca había reparado. Pero, ¿acaso no son los negros y negras uno de los sectores sociales actualmente menos favorecidos en Cuba? Por otro lado, más allá de los presuntos estereotipos sobre los que podrían construirse esta apreciación de J., ¿no se entrecruzaban en ella elementos identitarios -raza, género, clase, preferencia sexual- estrechamente vinculados a las relaciones de poder? Y en cuanto a mi condición intelectual, ¿no había padecido en carne propia lo que representa ser un escritor negro y homosexual? Lo que es formar parte de esos demonios nacionales sobre los que nunca se habla.

Responder a estas interrogantes nos permitirá entender por qué la presencia el cuerpo del homosexual negro en el arte y literatura cubana históricamente ha sido un gran silencio. Incluso, en la actualidad, se limitan a tres nombres: a la labor solitaria del fotógrafo René Peña, el poeta Julio Mitjan y recientemente el dramaturgo Gerardo Fulleda con los poemas aparecidos en la antología Todo parecía, de Jesús Barquet y Virgilio López Lemus, aunque en el caso de este último los cruces entre identidad homosexual y raza no se declaran.

Si asumirme como negro/a o afrocubano/a actualmente en Cuba es instaurar una diferencia política radical que intenta contrarrestar los estereotipos degradantes, la invisibilidad y las dinámicas de estigmatización social a los que históricamente ha estado sometido el cuerpo racializado negro en la nación cubana. Vivir como negro y homosexual supone una postura política doblemente desafiante, por cuanto interpela a la heteronormatividad y sus diseños racializados.

El imaginario occidental-colonial construyó un mito sobre la supuesta virilidad del hombre africano y su descendencia: las proporciones descomunales de su miembro y su ardor sexual, casi primitivo, capaz de transgredir los límites de toda moral y prohibición y que históricamente ha estimulado la ansiedad sexual del hombre y la mujer blanca. El imaginario popular, durante mucho tiempo, se ha encargado de alimentar con toda clase de chiste esta representación sexual del hombre negro. Dicha percepción forma parte de los mitos fundacionales de la nación cubana. Muchos homosexuales que conozco han construido sus gustos sexuales a partir de estos estereotipos.

Ya en el siglo XIX -a propósito de un soneto de Plácido titulado “Yo que yo quiero”- Menéndez y Pelayo consideraba que el mismo expresaba de una manera “no indigna del arte la calentura sensual de su temperamento africano”. Reparo en esta afirmación de suscrita por Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía hispanoamericana, por dos razones fundamentales. Primero: por el papel que históricamente ha jugado la literatura no solo como ámbito legitimador de las imágenes representativas de lo nacional, sino también en la construcción del cuerpo sexuado del hombre negro asociado con el excesivo erotismo, totalmente contrapuesto al imaginario higienista de la blanquitud y su notable tropología sobre la pureza. En segundo lugar, sin entrar a discutir cuánto hay de cierto o no en este reconocimiento de Pelayo, lo significativo del mismo es que de una forma u otra ratifica la barbaridad del hombre negro, que en su afirmación queda como un residuo, un excedente del cual solo es salvable su erotismo.

Supongo que semejante percepción ya debía formal parte del imaginario popular del siglo XIX cubano, si tenemos en cuenta los diferentes momentos homoeróticos en la autobiografía del esclavo poeta Juan Francisco Manzano en que este se construye como un objeto del deseo para el hombre blanco.

Estas razones pudieran explicar la invisibilidad el homosexual negro dentro del imaginario nacional del siglo XX, y las pocas veces en que aparece siempre lo asociado a la figura patética del bugarrón, propia de la lógica sexual binaria sobre la que descasan el relato histórico y el mapa cultural de la modernidad.

Por otra parte, la desmesurada naturaleza performática desde la cual se construye la masculinidad en el ámbito doméstico, religioso y social del negro, torna a la existencia homosexual en un hecho más problemático y violento. Hace ya algunos años, en mi cuento “Memorias de un regaño”[1], través de la figura del tío y del narrador, traté de describir a la violencia increíble y el ostracismo implícito en este proceso de (auto)reconocimiento. Hasta el punto de que pudiéramos decir, parafraseando a Simone de Beauvoir, que el maricón negro no nace, sino se hace.

Ahora bien, ¿qué sucede en un medio donde el subalterno, a nivel racial, crea un espacio donde la preferencia sexual -elemento de identidad- es motivo de discriminación?

El puertorriqueño Luis Rafael Sanchez en su cuento “JUM!” explora este asfixiante y complejo entramado que entreteje la condición doblemente subalterna del homosexual negro. Sanchez cuenta una historia que en, cierta medida, resulta muy cercana a la mayoría de los maricones negro que hemos crecido en un medio marginal. En su relato esta doble subalternidad (raza y sexo) se ensancha, multiplica, hasta adquirir dimensiones insospechadas.

El hijo de Trinidad, así nombra el narrador al personaje, es un joven que sufre el hostigamiento por parte de su comunidad, por cuanto sus “extravagancias” constituyen una amenaza para los miembros de la comunidad, pues desafía al modelo de masculinidad hegemónica entre los negros y cuestiona su significación. “__¡Que se perfuma con Com Tu Mi! __ ¡Que se pone carbón en las cejas! __¡Que es una mariquita fiestera!” “__Que el hijo de Trinidad se prensaba el fondillo hasta asfixiarse el nalgatorio”.

La fuerza del rumor, el chisme, lo vociferante propia de la tradición oral del negro, no solo vehicula la injuria, sino que desde su naturaleza errante, valida la evidencia, el escándalo y cataliza la expulsión del hijo de Trinidad de su comunidad. La expresión Jum, que sirve de título al relato, es una voz onomatopéyica que codifica la voz del pueblo. Y demuestra la desmesura que llega adquirir la palabra oral y comunitaria en su intentos por restaurar el equilibrio amenazado por el cuerpo homosexual.

Al final del relato, cuando el hijo de Trinidad decide irse del pueblo es acorralado por la muchedumbre a orillas del río donde termina sumergiéndose hasta ahogarse.

Lo que más me llama la atención en esta narración de Luis R. Sanchez es cómo para el modelo de masculinidad negra: la cultura, el refinamiento, el perfume, el vestir, el maquillaje son atributos del mundo blanco. “Que si el hijo de Trinidad se marchaba por despreciaba a los negros. Que se iba a fiestar con los blancos”. Y lo blanco es lo femenino. “¡Que si el hijo de Trinidad es negro reblanquiao! ¡Que el hijo de Trinidad es negro acasinao! ¡Que el hijo de Trinidad es negro almidonao!” Por estas razones, el comportamiento del personaje en tanto negro homosexual es tenido por la comunidad como una afrenta, propia de alguien que ha asimilado el mundo de los blancos, reniega de los valores de su raza, y merece ser castigado.

Las dos o tres ocasiones en que he leído “¡JUM!” acabo transportándome a mi niñez. Los intentos de mis padres por educarme, “por prepararme para el mundo”, para “que no salgas un bandolero igual que tus primos”, me decía algunas tarde mi madre mientras me bañaba y terminaba de vestirme. Todavía me parece aquel ritual que improvisaba todas las tardes en medio del patio, cerca de la batea de lavar, me parece sentir el agua limpia cayendo sobre mi cuerpo, olor a jabón, a talco. Yo entendía aquellas palabras suyas como un llamado a permanecer sentado, en la acerca, cerca de la puerta de la casa, en el silloncito de madera que recién me había comprado. Mi obediencia despertaban los comentarios suspicaces de mis tíos, tías, primos y vecinos sobre mi futura identidad sexual. “Este niño sí que no es un pillo como los otros, sabe comportarse”, decían los vecinos. Entonces, tuve la sospecha de que había algo en mí que me hacía diferente a los otros. A pesar de mis cuatro o cinco años, podía notarlo en sus miradas, en el tono de la voz. “Este niño te va a salir maricón, deja que se ensucie, que se meta en los charcos como los demás”. Llegaron a decirle mis tíos. Para mi madre era solo envidia que nos tenían sus hermano/as y vecinos.

Con los años comprendí que este fenómeno, con diferentes matices, es inherente a la educación familiar de muchos niños varones nacidos en las familias negras y que el mismo deja secuelas. Hace tiempo conversando con una connotada líder afrofeminista cubana, me decía que precisamente, por estas razones, los hombres negros, cuando adquieren cierto exitoso o reconocimiento en el campo político, social, cultural, deportivo o intelectual buscan casarse con mujeres blancas, porque las familias negras no están preparadas para el éxito, sino que han sido educadas para la supervivencia. La afirmación me cierto punto me intranquilizó, en primer lugar por venir una persona, como ella, tan comprometida con la lucha por la reivindicación de los negro/as en Cuba, y segundo lugar porque justamente ha sido la mujer negra, en tanto madre, quien ha sostenido espiritual y en muchas ocasiones hasta económicamente a la familia afrocubana: tan carentes de poder, descentradas y marginadas. Desde aquellos tiempos coloniales en que “la necesidad les hizo parir hijos mulatos”.

Por otra parte, creo y defiendo las relaciones de amor interracial en condiciones normales y felices, pero en el caso de los hombres negros exitosos que se casan con mujeres blancas, que en Cuba son casi todos o la inmensa mayoría, para no ser absoluto, siempre me ha parecido que ellos, en el fondo, no han superado las marcas de la discriminación racial a que han estado expuestos a lo largo de su vida. La mujer blanca es por lo tanto un trofeo, ser reconocido o aceptado simbólicamente por las estructuras y la ingeniería social de poder que hasta hace poco los discriminó. Advierto un sentimiento mórbido en este acto de la masculinidad negra y mulata que busca reafirmarse a través de la posesión sexual de su otro (la mujer blanca); así como las huellas latentes de un complejo de inferioridad nunca superado. Es en este espacio, donde está masculinidad negra y mulata revela sus reprimidas fantasías sexuales y raciales: la de, finalmente, ser aceptado o tenido en cuenta por el otro de la blanquitud.

No voy a negarles que disfruto imaginando las presuntas lecturas que el psicoanálisis sacarían de este hecho. Sin ir más lejos, Frantz Fanon el influyente psicólogo y luchador antirracista nos legó varios diagnósticos en este sentido. Fanon parte de la noción de narcisismo para develar las anormalidades afectivas sobre las que se edifican estos complejos: “[…] el negro ya no se plantea el problema se ser negro, sino en serlo para el blanco”.[2] Y más adelante agrega: “Para el negro, solo hay un destino. Y este destino es el blanco”. Es decir, para estos hombres no hay otro tipo de salida que la que ofrece el mundo blanco.

Desde luego, que tampoco los homosexuales negros escapan de este fenómeno. Como tampoco escapó Fanon a las limitaciones y prejuicios del pensamiento científico y político de su tiempo cuando le toca examinar las problemáticas y tramas del homosexual negro antillano inmerso en una situación de diferencia colonial, como veremos más adelante.

(continuará…)

[1] Los últimos serán los primeros. Antología de Novísimos narradores cubanos, selección y prólogo de Salvador Redonet, Editorial Letras Cubana, La Habana, 1993, pp. 72-75.

2 Frantz Fanon: Piel negra, máscaras blancas, Editorial Caminos, La Habana, 2010, p.12.