Soy, me pienso y hablo como homosexual negro. (II)

Por: Alberto Abreu Arcia

En los libros de cuentos publicados por las Ediciones El Puente durante la primera mitad de los años sesenta hay un relato atendible en este sentido. Se trata de “El cuarto de tres paredes”, de Jesús Abascal perteneciente a su libro Soroche y otros cuentos (1963). Narra el drama y los conflictos existenciales, éticos, pero sobre todo raciales de un hombre que lleva tres semanas huyendo de la policía, atrapado en un hotel de mala muerte, a través del narrador conocemos que se trata de un buen hombre, trabajador, de férreos principios morales, sin embargo una noche al regresar a la fábrica donde trabajaba como chófer desde hacía nueve años, es acosado sexualmente por la hija del dueño quien después de acostarse con él, tranquilamente le espeta: “Primera vez que me acuesto con un negro…”, Raimuldo, trastornado la estrangula.

También es cierto, que muchas mujeres negras, desde los primeros meses de nacidos, educan a sus hijos varones a través de la imposición performática de modelos conductuales sustentados en los códigos y roles de hombría propios de la masculinidad negra y de los cuales ellas son víctimas. “Este negrito sí que va a salir bailador y mujeriego igual que el padre”, escuché que una comadre le decía a otra, apuntando con el rabillo del ojo al niño que está en el coche. “Se empató con una blanquita, hace bien que adelante, porque las negras solo traen conflictos. Además yo no estoy para tener que peinarle trencitas a mis nietos”. Me comentó una amiga sobre la reciente relación de su hijo. En una ocasión le escuché decir en público, casi gritando, a una a mujer negra: “Los blancos, son más cariñosos, te dan besos, te tratan de mi vida, te llevan el desayuno a la cama. Los negros, te tratan a patá por el fondillo”. Hablaba gritando, para que todos la oyeran. Es en esta dimensión donde el discurso psicoanalítico de Fanon sigue siendo de una contribución inestimable a la hora de explorar estos intersticios donde se cruzan género y raza, así como la responsabilidad de la blanquitud y sus tecnologías de la representación en la producción de estos comportamientos descentrados, precarios y/o abyectos.

Con frecuencia busco el espacio de mi cuerpo entre los textos de los cantores de la Negritud, el Renacimiento Negro de Harlem, en el negrismo cubano y en los movimientos políticos y reivindicadores del sujeto negro: Marcus Garvey, el Black Power y los Panteras Negras. Leo sus escritos con ansia trepidante, los interrogo buscando alguna marca que aluda a mi existencia y solo obtengo como respuesta el silencio.

Aunque, por momentos, resultan verdaderamente sugerentes en el plano homoerótico, esos poemas de Senghor donde la consolidación de la homosociabilidad negra se vehicula a través del narcisismo, la seducción del sujeto lírico por los cuerpos desnudos: “Rodeado por mis compañeros lisos y desnudos/ ya adornados con flores del monte!/” o cuando evoca la danza de las jóvenes núbiles, y mediante una ruptura del sistema la mirada el hablante se detiene en “Los coros de lucha -¡oh! la danza final/ de los jóvenes esbeltos/ Busto inclinado, y el grito puro amor/ de la mujeres -¡Kor Siga!”. Como veremos, más adelante será las tensiones entre deseo homosocial y deseo homoerótico uno de los puntos de los que parte la escritora guadalupeña Maryse Condé en su obra “Como dos hermanos” para explora el drama de un amor homosexual, entre dos jóvenes negros, reprimido y enmascarado tras los códigos de hombría.

Pero volvamos a Fanon, un intelectual como apunté en la primera parte de este escrito, de una marcada influencia dentro del pensamiento descolonizador, no solo cubano, sino también latinoamericano y caribeño durante los años sesenta, incluso en el presente. Y que además sirvió de inspiración a movimientos afroamericanos como el Black Power y los Panteras Negras.

Voy a detenerme en uno de los pasajes su libro, Piel negra, máscaras blancas que se me antoja como una grave revelación. Fanon se muestra irritado ante el comentario de Michel Salomon cuando ensalza “la piel del negro y esa aureola”[1] de sensualidad que despide “espontáneamente una cierta incomodidad, atractiva o repulsiva”.[2] Para Salomon, negar este hecho es de una “gazmoñería absurda que jamás ha resuelto nada”, a continuación se refiere incluso a la “prodigiosa vitalidad del negro”. Si bien el comentario de Salomon -de un marcado carácter homoerótico- construye al cuerpo masculino negro como un objeto del deseo, al mismo tiene la intención de validar la belleza negra frente a los cánones de la cultura Occidental, propósito que de una manera u otra hicieron suyo el discurso estético de la Negritud, arte negrista de Occidente con la mujer africana, incluso la primera generación de pintores vanguardistas cubanos.

Fanon, en cambio, responde iracundo a este comentario de Salomon. “Aunque él diga que no, apesta a racista”. Le advierte a sus lectores que hay que desconfiar de ésta percepción literaria y acientífica (Salomon -como el mismo Fanon nos informa- es médico). Hasta aquí, el lector supone que su reacción se debe a la manera en que el estudio de Salomon, por otro lado, construye al negro solo como un objeto del deseo sexual y no como un sujeto de conocimiento. Pero más adelante aclara: “Y, además, M. Salomon, me permito hacerle una confesión: nunca he podido evitar las náuseas cuando he oído a un hombre decirle a otro: ‘¡Que sensual es!’. No sé qué es la sensualidad de un hombre. Imagínese a una mujer diciendo a otra: “Es terriblemente apetitosa esta muñeca […]”[3]

A partir de este he hecho es posible entender por qué en el psicoanálisis de Fanon la existencia del homosexual negro se articula desde un borramiento insistente. Por cuanto es producto de su contacto con el mundo blanco. Veamos cómo argumenta esta tesis: el joven negro, desde su infancia, a través del consumo escolar de las publicaciones infantiles ilustradas, escritas por hombres blancos y dirigidas a niños blanco y que permiten la catarsis colectiva, aprende a identificarse con el explorador, el civilizador blanco, quien trae la verdad a los salvajes, “una verdad completamente blanca”[4]

En consecuencia, “el Complejo de Edipo está por aparecer entre los negros”,[5] porque simbólicamente no tienen Padre a quien reemplazar. No existe Padre negro, ya que desde la infancia está presente esta no-identificación; es solo el Padre blanco (civilizador, vencedor) con quien el negro puede establecer esta relación conflictiva. Producto de esta razón, asevera, “nos sería fácil mostrar que en las Antillas francesas el 97% de las familias son incapaces de engendrar una neurosis edipiana”. Y confiesa sentirse orgulloso de este hecho, a pesar “de algunos ‘fallidos’ salidos de un medio cerrado, podemos decir que la neurosis, y todo comportamiento anormal y todo erotismo afectivo en un antillano es el resultado de una situación colonial”.[6]

¿Pero quiénes son esos “fallidos”, provenientes de un medio cerrado, con un erotismo afectivo anormal? Presiento que de una u otra manera Fanon está aludiendo al homosexual negro.

Al ser el Complejo de Edipo, el medio a la castración inherentes solo al hombre blanco, explica por qué éste, en su imago, le atribuye al negro “un miembro espantoso”.[7] Para graficar esta tesis, Fanon pone de ejemplo el caso de los hombres que en ciertas “casas” se hacen azotar por homosexuales pasivos negros. Aquí, Fanon apela un elemento retórico bastante recurrente en su discurso psicoanalítico cuando habla del homosexual negro, el de recurrir a una atenuante. La presencia del homosexual negro en esas “casas”, según él, no responden a un deseo homosexual, sino a que las mismas “lo necesitan como socios”. Es decir, a una urgencia económica.

Reparemos en esta relación activo (hombre blanco) – pasivo (homosexual negro), la cual según la lectura de Fanon, subvierte toda lógica del masoquismo clásico,[8] pues no es más que el reconocimiento de la superioridad del hombre negro en términos de virilidad sexual. Al mismo tiempo, en su análisis de este juego erótico de inversión y teatralización de los roles de raza y género, Fanon advierte una agresividad sádica hacia el negro, un complejo de culpabilidad que hace recaer sobre el negro toda la crueldad del comportamiento de la cultura democrática blanca y occidental.

A partir de estas ideas que sucintamente acabo de ofrecer, estamos en condiciones de entender por qué Fanon niega la existencia de travestis y bisexuales en las Antillas: “no nos ha sido dado probar la presencia manifiesta de pederastia en Martinica. En ello hay que ver una consecuencia de la ausencia de Edipo en las Antillas”. Aunque reconoce la existencia de “lo que en nuestra tierra se llaman ‘hombres vestidos de señoras’ o ‘mi comadre’ ” Está convencido que ellos llevan una vida sexual normal. “Beben el ponche como el mejor buen mozo y no son insensibles a los encantos de las mujeres (son comerciantes de pescados, legumbres otros)”. También observa que ha conocido en Europa donde “algunos compañeros que se hicieron pederastas, aunque pasivos. No se trata en absoluto de un homosexualismo neurótico, sino de un simple expediente, como lo es para los otros convertirse en chulos”. Fanon se apoya en las reflexiones vertidas por Sartre en Reflexiones sobre la cuestión judía, para subrayar que el homosexualismo en el negro es producto del acorralamiento, de la necesidad de elegirse sobre falsos problemas y una situación falsa, cuya amenazadora hostilidad lo priva de un sentido metafísico y lo reduce a un racionalismo que alimenta su desesperación y hace de su vida una larga huida de los otros y ante sí mismo.

Nunca olvido que, cuando cursaba el décimo grado, una señora blanca y en aquel entonces joven, quien era mi profesora de Literatura y al mismo tiempo Secretaria General de la U. J. C. (Unión de Jóvenes Comunistas) en la escuela donde estudiaba; allí delante de todo el Comité de Base hizo fuertes críticas a mi comportamiento amanerado. Tenía quince años. Nunca, hasta entonces, había tenido conciencia de la gravedad de este hecho, más allá de algún que otro manotazo de mi padre cuando niño corrigiéndome un gesto o de los acosos, medio en juego medio serio, que me hacían algunos compañeros de estudios, tenidos como los más machitos y codiciados por las muchachas porque sobresalían por sus “proezas” masculinas. Confieso que me gustaban y hasta llegué a sentir un amor adolescente por uno de ellos. En mi interior demandaba más audacia de él, podía aprovechar las clases de educación física en la pista y perdernos en el monte. (El Monte era mi obsesión, ofrecía tantos recodos, además me erotizaba el olor a hierba). Pero aquellos actos, al menos para ellos, nunca fueron más allá de un jueguito verbal de inversión de roles “propio” de muchachos.

Por otra parte, nunca invertí, como otros homosexuales, largas horas frente al espejo tratando de acomodar mi gestualidad y mi voz a las demandas del orden heteronormativo. Por eso, aquella reunió en el Comité de Base donde militaba me sorprendió. Recuerdo que muchos se miraban apenados y sin saber qué decir. Mientras ella (la profesora de Literatura) exponía sus pareceres al respecto con un tono que iba de la morbosidad al ensañamiento. Pensé que tal vez a la U.J.C. habían llegado rumores sobre algunas de las aventuras que sostenía muy lejos de mi ámbito estudiantil, y que pudieran expulsarme no solo de la Juventud, sino comunicarlo públicamente en el matutino al resto de los estudiantes. Miles de suposiciones pasaron por mi cabeza, pero Alicia (así se llamaba la profesora) solo partía de aquel dato netamente corporal. De cualquier forma, el mundo se me vino abajo. No sé cómo en los días siguientes tuve coraje para volver a la escuela, sobre todo a las clases de Literatura, y actuar en mi casa como si esto no hubiera sucedido. Algunos compañeros tampoco entendían por qué ensañarse justo conmigo. “Cuando R. o D. son más amanerados, a ellos si se les nota a la legua. Creo que es un problema personal”, me decían.

Tiempo después supe que Alicia, quien además se pintaba el pelo de rubio, tenía un novio negro. Por estas razones, entre otras, le costaba mucho trabajo aceptar cualquier asomo de “amaneramiento” en un negro. Desde el punto de vista político, supe desde aquel entonces, que ser homosexual negro era considerado un pecado nefando.

A partir de ese momento comprendí que como homosexual negro estaba condenado a una doble soledad, y que si se estaba decidido a vivir como tal en una sociedad tan homofóbica, era preciso a negociar mi entrada al mundo del homosexual blanco. La entrada del homosexual negro a ese mundo siempre se hace desde una condición interina, subalterna y no está exenta de desgarramientos y asimetrías. Algunos de ellos siempre te lo hacen recordar, ya sea a través de determinadas observaciones sobre tu falta de refinamiento de tus modales o tu dicción tan apegada al mundo oral e iletrado de los negros, o por tus gustos por ciertas zonas de la cultura popular, etc.

No olvidemos que hasta hace pocos años, el mundo del homosexual blanco había sido históricamente un mundo predominantemente culto. El cine gay ha insistido bastante en este aspecto. Fue el espacio que construyeron para empoderarse, hasta el punto que el imaginario popular asoció la cultura con la mariconería, lo abyecto. Allí encontré verdaderos amigos que todavía hoy me acompañan. Aunque me ha costado mucho trabajo que comprendan las espesas tramas, vericuetos y paradojas de este tipo de angustia. “No soy racista”-me dicen”. “De la misma manera -les digo- que un heterosexual que confiesa no ser homofóbico le cuesta trabajo aceptar que se discriminan a los pájaros”.

Si los homosexuales blancos tan batallado muy duro para ser al menos “tolerado” profesional y socialmente dentro del mundo de la blanquitud, regido por ese sujeto universal blanco, varón y heterosexual. En cambio, el homosexual negro al ubicarse en esa intersección donde parecen confluir todos los detritus de: clase, la raza y género necesita el triple del esfuerzo y una dosis extra de ímpetu para realizarse o al menos insertarse en un mundo que continuamente parece recordarte que no solo eres negro, sino también maricón.

El binomio negro-homosexual nos coloca frente a una identidad que no solo hay que conceptualizar en la intersección o cruce de los ejes de raza, sexualidad y clase, sino en los límites de estas identidades. Porque transita por fronteras y márgenes epistemológicos subversivos. Una otredad que vive en el borde de todos los bordes posibles.

Es precisamente Maryse Condé -escritora guadalupeña, considerada una de las autoras caribeñas más prominentes, discípula de Aimé Césaire al igual que Fanon, quien impugna la representación agrietada que hace el discurso psicoanalítico de Piel negra, máscaras blancas del homosexualismo entre los negros antillanos, tenido como un tabú especialmente dentro de las sociedades de las caribeñas.

Si dentro del discurso científico de Fanon el homosexual negro deviene en una entidad negada, invalidada. En la pieza teatral “Como dos hermanos”, de Maryse Condé, por el contrario, la ética viril del marginal es puesta en entredicho por el deseo homosexual. En ésta obra dos jóvenes negros, (Jeff y Gregorio) de aproximadamente treinta años llevan dos días encerrados en una celda de un centro penitenciario que la propaganda política acaba de inaugurar como uno de los más modernos del Caribe. Ambos esperan ser juzgado por asesinar a un hombre. La pieza se mueve entre los límites de ese contrato social sobre el cual descansa toda comunidad homosocial, los explora, tensiona hasta develarnos el lado “femenino” de esos códigos de hombría y hermandad que distinguen al mundo delincuencial del pandillerismo.

Comencemos por oír el parlamento de Jeff cuando Gregorio le pregunta sobre la opinión de los psicólogos, y que se me antoja como una sutil alusión o réplica intertextual con el discurso fanoniano: “No entendían nada de nada. Sí, me gusta decir mentiras. Porque la mentira tiene su poética. La mentira embellece. ¿La verdad? No se me ha perdido nada con ella. Yo transfiguro la verdad. En suma, tengo dotes para ser el escritor que le hace tanta falta a este país.”

A través de los pliegues de la memoria y la evocación, la autora trae al presente sus diferentes historias de vida. La sociedad, el estado, sus instituciones sociales, científicas, familiares, las relaciones del subalterno con el mundo blanco de la metrópoli francesa son representadas y leídas desde su reverso más execrable. En sus evocaciones se entrecruzan con un sin número de discursos entre ellos el de la práctica homosexual y las diferentes opiniones que ambos personajes tienen de la manera hipócrita desde las cuales el imaginario machista y delincuencial, del que forman parten, las condena y persigue. Oigamos esta conversación en torno a David, un comisario de la policía pedófilo

JEFF: Creía que así, las maestras me iban a respetar y los muchachos me dejarían de pegar. Con un papá policía. Con un uniforme y el revólver en la cintura. El rey David, era tan gentil conmigo que cuando yo pasaba por la estación de policía, siempre estaba parado en la acera como si me asechara. Me decía “Chiquito, ven acá”. Me dejaba entrar en su oficina. Tenía las gavetas repletas de chicle, bombones, caramelos. A veces, se zafaba el cinturón y me dejaba tocar el revólver. Un calibre 33 de reglamento.

JEFF: (Interpelándolo) Sé que tú y toda una pandilla se despepitaban frente a él por dinero. Fue un escándalo sonado. Pero conmigo, era otra cosa. Jamás me rozó ni con un dedo. Le recordaba a su Samuel, un hijo que perdió de mi edad.

Por otra parte, en “Como dos hermano”, la mujer se percibe como algo anómalo, patológico: “[…] coleccionas decenas de amigas como si fueran mariposas o sellos de correos. Las insultas. Las golpea. Las engañas”, le dice Jeff. a Gregorio

En el diálogo que sostienen se establece un juego entre verdad y mentira, imaginación y realidad, lo dicho y lo desplazado. JEFF: ¿Por qué? … ¿Así?… Se diría que eso te ha molestado. Como si te hubiese traicionado (abrazándole otra vez por juego) Te amo más que todo, lo sabes bien.

Los personajes, como ya dije, continuamente apelan a lo memorístico, evocan el mundo infantil de la familiar, la escuela, la pandilla, y a través de este recurso cada uno se convierte en la contraparte del otro. JEFF: Todo el mundo decía que tú eras un peligro público, que acabarías en la cárcel. Nadie entendía cómo éramos inseparables. Cómo yo podía aguantar tus insultos, tus maltratos. GREGORIO: Eso no quita que en la escuela cuando los otros muchachos te pegaban como a un lambi de la Guyana, era yo quién salía a defenderte.

El deseo homosocial (entendido aquí como el acto de compartir no sólo intereses sociales, políticos y de sobrevivencia económica, sino también recuerdos y vivencias entre los miembros varones de un grupo o comunidad), se entrecruzan con el deseo homosexual. Oigamos la confesión que hace Jeff, a Gregorio sobre una aventura homosexual que tuvo durante tres meses. “Con uno de nuestros clientes. Un meridional mulato, peludo, bigotudo. Lucía como uno piensa que debe parecer un macho, viril. Sin embargo, un día, se acercó al mostrador y me sonsacó como si fuera una mujer. Me quedé tarado”. Es decir, la relación homosexual presupone para Jeff de la existencia un otro viril. Es una relación entre “hombres”, que desplaza a la loca, y a los travestis.

Resulta paradójico que sea el personaje Jeff -a quien apodan Kin Kong o El Tigre, y al cual todos temen- quien se haga las siguientes preguntas: “¿Tienes miedo? ¡Es curioso cómo la homosexualidad les aterra! ¿Qué es lo que temen? ¿A ustedes mismos? ¿Qué esconden en el fondo, en lo hondo de sí mismos?”. Pudiera decirse que a primera vista estas preguntas están dirigidas a Gregorio, pero su verdadero interlocutor parece ser la sociedad antillana. La obra termina con el reconocimiento por parte de Jeff y Gregorio de este amor.

continuará…