Archive for agosto 2011

Versión Definitiva Nuevas Cartografía

Nuevas cartografías latinoamericanas, una lectura desde sus silencios

Alberto Abreu

[crédito]

Al pie: * Román de la Campa, Nuevas cartografías latinoamericanas, Letras Cubanas, La Habana, 2006.

Consagrado a explorar los nuevos universos problemáticos, que surgen del acto de pensar lo cultural en América Latina, en los nueve ensayos que conforman Nuevas cartografías latinoamericanas,* su autor: Román de la Campa nos propone un corpus de textos y tópicos vinculados a lo poscolonial, lo subalterno, los estudios culturales. Su intención —así lo declara— es “colocar un prisma espacio-temporal para el nuevo saber sobre América Latina en lo relacionado con las humanidades y las ciencias sociales aledañas, con énfasis particular en las formas de pensar que ya no responden a estos linderos tradicionales” (p. 23). Es decir, proponernos tanto un mapa como un diseño de periodización sobre este nuevo orden de producción del conocimiento, en torno al latinoamericanismo, emergente tras el fin de la Guerra fría, en un contexto geocultural signado por la globalización, el neoliberalismo y el boom teórico de los discursos post.

Siempre que he tratado de indagar, entre mis colegas, por el alcance de este libro, y las posibles resonancias de su recepción dentro del campo intelectual cubano de estos días, la respuesta ha sido la misma: “un libro inteligente”; calificativo que solemos emplear con bastante frecuencia para referirnos a todo aquello que nos parece denso. Una salida, si se quiere, también “inteligente”, por cuanto oblitera el debate y nos salva del ridículo; marca una distancia respetuosa, pero distancia al fin, en relación con el objeto que intenta traerse a discusión.

Confieso que una frase lapidaria como esta, enunciada desde la comunidad interpretativa cubana y sus paradigmas teóricos, suena cándida, pueril, si se toma en consideración que varios ensayos de este libro (“Pensamiento e inmanencia global” y “Globalización, neoliberalismo y estudios culturales”), vienen a hablarnos de nuestros prejuicios hacia la teoría, de  ciertos desfases en el status teórico actual de nuestros estudios literarios, a señalar mutaciones y zonas de tensión operadas por el latinoamericano en ese campo, y lo que estimo todavía más imprescindible: interrogarnos sobre el actual desempeño de nuestras prácticas intelectuales en relación con un saber otro, así como la reticencia -tanto de la academia, como de ciertos circuitos encargados de la administración del conocimiento – ante esta discusión continuamente aplazada entre nosotros.

En el caso de la experiencia cubana (si aceptamos que en estas cuestiones de teoría somos tan latinoamericanos como en lo histórico, lo cultural, lo social, lo político…) este fenómeno plantea otros desafíos  que van más allá de los procesos de migraciones y recontextualizaciones teóricas, para interrogarnos sobre la presunta validez de las herramientas analíticas con que nuestro pensamiento cultural va construyendo su modo de leer y pensar los nuevos sujetos y prácticas simbólicas emergentes en estos principios del siglo xxi, y las distintas estrategias y argucias a través de las cuales estos saberes instituidos, desde la ortodoxia de los presupuestos teóricos al uso y su habitus de recepción, se constituye en hegemonía que silencia, desautoriza las textualidades, identidades, discursos y prácticas culturales emergentes las cuales, como nos viene a recordar el libro de Román de la Campa, se generan en los nuevos imaginarios atravesados por el flujo y reflujo entre lo local y lo transnacional, por contagios culturales, la diseminación, la fragmentación; además de otro(s) sujeto(s) cultural(es) y representaciones simbólicas escindidos en un sinnúmero de problemáticas —raciales, de género, geoculturales, de oralidad, memoria, ciudadanía, subalternidad— inscritas en un espacio de negociación postnacional. Desde una aspiración inclusiva, democratizadora del hecho artístico y cultural. Estos sujetos y representaciones vienen a interpelar al pensamiento sociocultural cubano sobre los modos en que su actual estatus teórico revalida un modelo de intelectual que, desde la pureza de lo genérico, lo estilístico, la disciplinariedad del saber, reproduce un concepto higienista y blanqueador de lo cultural.

Coincido con mis colegas en que estamos ante un libro y un autor inteligentes. Esta concordancia presupone dos interrogantes: ¿En qué se diferencia esta propuesta de cartografía, de otras tantas (ensayos personales, compilaciones, dossiers de revistas) que han aparecido sobre y desde América Latina, destinadas a dar fe de la existencia de una constelación de discursos y prácticas intelectuales sobre el latinoamericanismo; seductoras por la variedad de objetos de estudios, ámbitos disciplinarios, búsquedas epistémicas? Es decir: ¿sobre qué consensos o disensos, inclusiones o exclusiones se configuran estos mapas del pensamiento latinoamericanista que nos propone De la Campa? Todavía cabe la posibilidad de una tercera pregunta. Tiene que ver con el tópico de las migraciones teóricas, la localidad intelectual receptora de esos descalces teóricos, las contiendas discursivas y de relaciones de saber establecidas dentro de ella, y que este nuevo orden de producción del conocimiento impugna, erosiona.

En el prólogo de Alfredo Prieto a este libro hay un dato que nos informa sobre ciertos pliegues y tramas propias de la escena intelectual cubana en relación con la recepción de estos nuevos discursos y debates teóricos provenientes de los estudios culturales, la crítica cultural, los estudios potscoloniales y subalternos en su versión latinoamericanista. Voy a detenerme en las líneas donde se lee: “Nuevas cartografías latinoamericanas tiene una intrigante peculiaridad: es un libro demasiado “sociológico” para ser “literario” y demasiado “literario” para ser “sociológico”, también en los párrafos finales su autor confiesa que no le son ajenas las aristas controversiales del libro: “En Cuba, como en otras partes, este idiolecto tiene partidarios y críticos”. Y continúa diciendo: “El lenguaje en Román de la Campa es, de primera y pata, difícil, pero a mi modo de ver perfectamente asimilable una vez que el no iniciado llega a familiarizarse con su manera”. Esta confesión, que podría hacer sonreír a cualquier cientista social latinoamericano por su puerilidad, no deja de ser entre nosotros una gran verdad; y, al mismo tiempo, ilumina ciertos hábitos de recepción tras los que muchas veces el saber hegemónico (las jerarquías por el establecidas en el orden de las políticas del conocimiento y su administración) enmascara sus reticencias y temores a cualquier desplazamiento o mutación en los paradigmas teóricos-culturales vigentes.

Volvamos a la primera cita del prólogo, donde Prieto establece una interrelación entre lo “literario” y lo “sociológico”. Es más que un juego de palabras. Alude a la tensión producida, dentro del campo intelectual cubano de hoy, entre los saberes consolidados y los emergentes; donde el segundo de los términos, inscrito como lo “sociológico” intenta designar, dentro de esta lucha de saberes, la transdisciplinariedad de los estudios culturales y de la crítica cultural, sus apropiaciones de sistemas y subsistemas provenientes de otras disciplinas; su apertura al diálogo con otras ciencias: una conquista del pensamiento posmoderno, y de la crítica cultural; que han transformado al latinoamericanismo un campo de estudio que incorpora saberes antes marginados por el canon de las disciplinas tradicionales. Se trata de un gesto experimental y creativo que busca la reconfiguración de nuevos instrumentos teóricos para el análisis crítico de la cultura.

La cita de Prieto sugiere dos dimensiones para su lectura. Una: la escritura de este libro, sus intentos por delinear una cartografía sobre el nuevo orden de producción de conocimientos emergente en América Latina, su impacto y relaciones conflictuales con las ciencias sociales y las humanidades. Y la otra,  involucra a la comunidad interpretativa cubana de principio de milenio (en este caso el lugar desde donde Alfredo Prieto escribe el prólogo y desde donde intenta ponderar el libro de De la Campa), un campo intelectual jerarquizado por el literaturicentrismo, fiel a la tradición letrada de la modernidad y el textualismo de la academia.

¿Cómo se resuelve, en cada una de estas dimensiones de lectura, la tensión entre lo literario y lo sociológico? En la primera (el contexto del libro) se recurre a este juego semántico donde lo rotulado como “sociológico” se cruza o difumina en lo “literario”. Es curioso cómo Prieto utiliza aquí el entrecomillado posmoderno que cuestiona la fijeza actual de las fronteras de estos dos campos disciplinarios, y hace patente el malestar de la clasificación.

En relación con la segunda dimensión o ámbito de lectura (la comunidad interpretativa cubana), me pregunto si apelar, en Cuba, a un término como sociológico para designar estas teorías y escrituras críticas emergentes dentro del latinoamericanismo —las cuales se explayan hacia los más disímiles bordes de diseminación cultural, con perturbadoras interrogantes (filosóficas, estéticas, sociales, políticas, históricas) sobre el concepto de lo literario y la noción de literaturidad (sus quiebres e insurgencias en un mundo cultural signado por lo global, el protagonismo de las nuevas tecnologías y de los mass media)— puede resultar,  entre nosotros, peyorativo, pues se trata de un término que históricamente ha sido leído como lo opuesto a lo literario, a sus espacios de autonomía, a la vulgarización ideologizante de lo artístico.

 

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Arco iris frente al mar. (Feminismo, racialidad y emancipación en las raperas cubanas.)

Por: Carmen Chacón Záldivar

Los primeros en cuestionar la existencia de una voz femenina que discursa con registro propio, metáforas autónomas, argumentos sólidos y flow inteligente  dentro del género, fueron los raperos. Hombre y mujeres. Sobre todo los más reconocidos. Nuestros primeros encuentros fueron difíciles. Ellos iniciaron su historia cuando no les alcanzaron las utopías para cubrir  urgencias. Yo, caminé durante algún tiempo en círculos, buscando verdades que me devolviesen las razones para establecer un dialogo con la cultura nacional.

Entre los años 1985 y1988, mientras impartía clases de inglés, en la secundaria básica Tupac Amaru, del reparto Alamar, municipio Habana del Este, Ciudad de la Habana, compartí con un grupo de adolescentes que fueron mis mentores para entender nuevos fenómenos que se estaban gestando hacia el interior del imaginario y la sociedad cubana. Se suponía que yo fuese su profesora guía. Quien debía reunirse con sus padres, representarlos en los consejillos, orientarlos y colaborar en el desarrollo de las potencialidades forjadoras del hombre nuevo. Ellos me superaron en el propósito de reformular expectativas de evolución y desarrollo. Recuerdo que mi último año con esos muchachos, (terminaban su andar por la secundaria básica) fue divertido a la vez que extraño. Me fijé cómo para mis clases dividían el aula por preferencias de géneros musicales, los otros profesores los obligan a sentarse por orden alfabético. De un lado los reparteros, muy cerca, sin mezclarse demasiado los moñeros, distantes y casi sin puntos de conexión los roqueros. La interacción entre los miembros de cada gueto se daba no sólo por afinidad musical. Intervenían; los códigos del vestir (incluido el uniforme escolar), su presencia física, la forma de expresarse,  la gestualidad de sus maneras al bailar,  el diseño de sus peinados, los símbolos transnacionales que utilizaban en los forros de sus libreta, libros,… y a través del dialogo español- inglés. Las discusiones entre los grupos interrumpieron algunos turnos de clase. Mientras me esforzaba por enseñar el programa obligatorio para los estudiantes de la secundaria básica, ellos re-definían la alternatividad urbana confrontando conflictos extendidos más allá del gusto musical.  Los moñeros y  reparteros fundamentalmente eran negros y mulatos. Los roqueros, mulatos y blancos. La socialización de este fenómeno ocurría fuera de la escuela, lejos del hogar, en tierra de nadie. Allá donde las fronteras principales fueron construidas por especificidades locales, modelos de crianzas y realidades existenciales. Sin embargo, el lenguaje común dejaba fuera del discurso a las niñas. Ellas se movían hacia el centro, o sea hacia la atención de la profesora que evaluaba sus trabajos de control y llenaba al final de curso sus expedientes acumulativos. Con indiscutibles excepciones, entraban y salían de los guetos según los cambios de novios o de emplazamientos, por ejemplo cuando se debatía acerca de la racialidad, las representaciones viriles asociadas a los guetos, el emplazamiento de los estatutos sociales establecidos,… Algunas veces los varones entraban al circuito de las hembras, siempre en busca de mejorar alguna nota, asegurar el aseo para la etapa de la escuela al campo o la merienda al terminar las clases.

De esa manera; en el cotidiano interactuar con mis alumnos, descubrí los cambios. Los asumí sin integrarme, como observadora.  Sobre todo cuando me tocaba el papel de mediadora entre lo que otros profesores llamaban indisciplina grave y el desenfado con que ellos habían cambiado posturas  rígidas y de dominación  tales como; estudio individual, trabajo socialmente útil y guía base, por otros más saludables; el homework, la pincha, my tichersita. Explicar la movida que se estaba gestando a los colegas, me facilitó encontrar respuestas para mis propias inquietudes pedagógicas e intelectivas. Alamar es un reparto emergente donde se juntan nuevas y viejas estructuras de vida social comunitaria. Las metáforas callejeras invadieron espacios allí donde la desidia y  el abandono armaron un sistema carente de programas culturales; teatros, cines, galerías, etc. Desde su fundación en 1970, los y las alamareños disfrutábamos las noches sabatinas en fiestas particulares a las cuales se llegaba con o sin invitación. La primera vanguardia de “alejados” compartíamos esos espacios sin conflictos. En una misma fiesta coincidíamos; guapos, pepillos y rastafaris. Era más bien una división musical. Cuando ponían Buscando guayabas, bailaban los guapos. La chica maravillosa, era para los pepillos. ¡Ah!, pero Bob Marley no era exclusividad de los rasta. La sonoridad del Caribe más el inglés hacían posible un nivel de cercanías insospechadas. Con Bob Marley bailaban todos. Y fíjense bien que digo bailaban todos y no me incluyo. La razón es bien simple. Yo soy  mujer. Y las féminas bailábamos con guapos, pepillos y rasta. Los motivos los vi claramente mientras analizaba el comportamiento de mis alumnos guías del noveno seis.

Entiéndase que no estoy hablando de lo que sucedía en el Vedado, Miramar, Centro Habana o la Habana Vieja. Mis experiencias y pequeñas incursiones investigativas fueron sólo en Alamar. Mejor dicho entre las primeras zonas que conformaron el reparto obrero más hermoso que ojos de niña vivieron.

Las hembras de mis grupos tenían preferencias musicales al igual que los varones. Lo que no tenían era la misma libertad de moverse en espacios ilegales como ellos. Con frecuencia entraban a los baños antes de llegar al aula para transvertirse en rokeras o moñeras. Las reparteras no tanto. Bastaba con pintarse más los ojos y delinear el contorno de los labios. Repito que había excepciones. Igual que en los setenta los varones eran más libres. Eran líderes de sus tribus, salían libremente hasta después de las doce, no limpiaban, ni fregaban, ni cuidaban a hermanitos pequeños. Otro dato, el acceso a la tecnología era dominado por varones. Comenzaba en el hogar. Si las familias lograban comprar algún equipo, desde el más modesto de los radiotransmisores hasta el último modelo de grabadoras eran para que el machito escuchase musiquita. Se reforzaba en la escuela, el cambio de bombillos fundidos, los cables pelados, en fin todo lo que tuviera que ver con la electricidad o la electrónica era asunto masculino, vestido de azul.  Mientras las princesas del hogar, las rositas, margaritas, magnolias y dalias, cuidaban de sus estudios, sus uñitas y sus pelos.

Pero ¿qué pasaba cuando una de esas florcitas se convertía en un espíritu libre?  Las primeras en acusar y evaluar eran las féminas. Lo he vivido un par de veces. Primero fue  Madelin, mi vecina. Nadie entendía a; esa muchachita. Tanto que trabajaba su padre y ella de mataperros, andando todo el tiempo con varones, oyendo música y metida Dios sabe en  qué. No importaba que el mejor amigo de Made fuera  hijo o  hermano de quien juzgaba. El macho sí, la hembra no. Luego me pasó con Maday, mi alumna. Negra y moñera, era cometer dos veces el pecado original; mírenle esos pelos, que vergüenza.  El último hinca. Se burlaban. Hasta a mi me confundieron. Un mal día le dije que si no le daba vergüenza andar tan tarde por la calle rodeada de tantos varones, que esa música era muy agresiva y no sé que otras boberías. Ella  respondió que si me atrevía a afirmar que el gusto por una u otra música tenían algo que ver con el color de la piel, o con ser hembra o varón. De paso me pregunto si no me daba vergüenza cocinar cada tres meses mi cabeza para ocultar el pariente africano. Dieciocho años después juzgaba por cabeza ajena. Repetía lo que tanto me molestaba que dijeran de mi vecina. Menos mal, Maday me enfrentó a mis prejuicios.

 

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Presentación Barquet

Hijos de Nadie.

(A propósito de Ediciones El Puente en La Habana de los años 60, de Jesús J. Barquet.)

Hace pocos días a propósito de esta presentación en La Habana de la compilación de Jesús J. Barquet: Ediciones El Puente en La Habana de los años 60. Lecturas críticas y libros de poesía, y con motivo de los cincuenta cumpleaños de este sello editorial recordaba algunos correos y entrevistas de Barquet, donde hablaba sobre la recepción de este libro durante sus presentaciones por algunas ciudades de Estados Unidos, Brasil (adelanto que a ésta de La Habana, seguirá otra en España.) Traté de imaginar, por unos segundos, la inconmensurable dosis de fidelidad y amor por la literatura cubana que necesitó para alimentar tanta perseverancia, y permanecer fiel a una aventura intelectual, que se extendió por los diez años. Muchos de los libros aquí, incluidos son tenidos hoy, por los coleccionistas, como verdadera rareza bibliográfica. También se incluye, para asombro de los estudiosos de la literatura cubana, la Segunda Novísima de Poesía Cubana II terminada por José Mario en (1964), la cual se hallaba en imprenta en el momento de la clausura de esta editorial. A este itinerario de avatares sumémosles las innumerables consultas, entrevistas, intercambios de correos, negociaciones de derecho de autor, y su decisión de que el libro fuera publicado “en un tercer país”, que en este caso resultó ser Ediciones del Azar, de Chihuahua, México. Y por si fuera poco, un hecho que pocos conocen: Barquet, costeó de sus propios bolsillos la edición de este volumen.

Pero, la excepcionalidad de Ediciones El Puente en La Habana de los años 60. Lecturas críticas y libros de poesía va más allá de estos datos que acabo de ofrecer. En una entrevista que le realizó Belkis Cuza Malé para la revista Linden Lane Maganize [1] el mismo Barquet admite que una de las finalidades más inmediata de su libro es la de “redocumentar la existencia de una poesía cubana verdaderamente joven que estaba expresando el impacto del momento histórico desde 1960 y no a partir de 1965, como se hizo creer por algún tiempo dentro de Cuba.” Y más adelante al ser interpelado sobre los prejuicios, incomprensiones que todavía sobreviven dentro de Cuba en torno a Ediciones El Puente añade: “Pero, por fortuna, ya eso no es allá más un “crimen”, sino un enigma o motivo de curiosidad que espero ayude a satisfacer este libro cuando llegue allá.”

Es decir, aboga por la incorporación de esos textos y autores al corpus de la literatura cubana que se produce dentro de la Isla, reclamo por demás imprescindible. Y del que participan además, el dossier Re-pasar El Puente preparado por Roberto Zurbano en el 2005 para La gaceta de Cuba,[2] y la aparición este año, con motivo del cincuenta aniversario de El Puente, de la Novísima de Teatro,[3] compilada y prologada por Inés María Martiatu. Pero lo significativo de estas demandas reside en primer lugar, en el acto de re-escritura de nuestra historia literaria, que dicho clamor de justicia prescribe.[4] Y en segundo orden: en el re-encuentro con esas voces, textos, y un segmento de nuestra historia literaria hasta hace poco poscristo de la memoria cultural de la nación. No hay por qué asombrarse entonces, si muchos de los testimonios y versiones que dan los protagonistas de El Puente (ahora devenidos en sujetos de memoria) sobre aquellos años marchen a contrapelo (desdicen, impugnan, cuestionan las versiones legitimadas por la historiografía oficial, socavando lo que las misma tienen de constructos elaborados a partir de interpretaciones oídas de una sola parte o desde el silencio.

Es archisabido que Ediciones El Puente, la editorial fundada por el poeta José Mario en 1961, destinada a dar conocer autores jóvenes inéditos y que funcionó de manera alternativa;   llevó a cabo su labor en una etapa convulsa, de grandes re-configuraciones culturales, estéticas, políticas; de encendidos debates y luchas culturales por el control de las representaciones y el poder interpretativo dentro de la Revolución. Por lo que Bourdieu discretamente, llama el monopolio de hacer ver, y de hacer creer, de hacer conocer y hacer reconocer, a través del cual grupos literarios, agentes sociales o figuras de las letras buscaban validar o imponer como legítimas no sólo determinadas cosmovisiones, corrientes o tendencias ideoestéticas; sino lo que debía ser el arte, la literatura y el intelectual en la naciente sociedad revolucionaria.

Desde esta perspectiva Barquet, la Miskulin y María Isabel Alfonso exploran el legado poético de Ediciones El Puente. Hablar de legado presupone algo que ha estado ahí, oculto o visible, y que al mismo tiempo es susceptible de nuevas lecturas, miradas interpretativa, porque enriquece al presente, a la construcción que, desde la cultura, deseamos hacer del nosotros nación. Y al mismo tiempo, es un llamado al diálogo, al reconocimiento de zonas o ademanes de la memoria colectiva sepultados o tachados por la violencia del olvido y de los hombres.

Convendría, entonces, no sólo dejarnos llevar por los textos aquí rescatados, permitir que ellos hablen, nos seduzcan desde su increíble contemporaneidad, o su rareza arqueológica, sino también complejizar las preguntas que tradicionalmente nos hemos hecho con respecto a Ediciones El Puente, y lo que todavía es más importante: subvertir el lugar o perspectiva desde donde habitualmente nos las hemos venido haciendo.

En este punto, los ensayos de María Isabel Alfonso, Silvia Miskulin, y del propio Barquet, que sirven de pórtico a los poetas y libros compilados, son de una insoslayable y esclarecedora contribución; si tenemos en cuenta que sus juicios e indagaciones a estas obras, autores y su contexto están avaladas, hasta la desmesura, por documentos bibliográficos, testimonios orales, textos literarios, etc. Sus lecturas críticas dialogan entre sí, se cruzan, intercambian guiños. Poco parece escapar a la voracidad de esta pesquisa arqueológica, a tanta avidez y al mismo tiempo desconfianza por los archivos.

No les voy a negar que me seduce, metodológicamente hablando, este método de lecturas cruzadas, donde el sujeto de la escritura hace un alto para hacer entrar en el texto la propia voz del testimoniante. El ejercicio de la crítica o de la investigación literaria, la propia escritura del libro se torna en un espacio polifónico, su textualidad en metáfora de un diálogo largamente postergado o la alegoría de una conversación o encuentro, por fin cristalizado, con aquellos fragmentos, marcas, despojos de la memoria, truncados violentamente; desplazados a un espacio residual. Y donde la literatura, quiero decir: la poesía, vuelve a ser el entre, el puente que articula, el espacio para el encuentro, la auténtica inclusión.


[1] Belkis Cuza Malé: “Jesús J. Barquet y la poesía de El Puente” en Linden Lane Maganize VOL 30 No.1 PRIMAVERA / SPRING, 2011.

[2] Dicho dossier incluye trabajos de Roberto Zurbano, Gerardo Fullera León, Norges Espinosa, Isabel Alfonso, y una entrevista de Arturo Arango a Josefina Suárez. La Gaceta de Cuba, julio-agosto del 2005, pp. 2-14.

[3] Ver: Inés María Martiatu: Re-pasar El Puente, colección Repertorio Teatral, Editorial Letras Cubanas, 2010.

[4] Consúltese además: Alberto Abreu Arcia:”Ediciones El Puente”, en Los juegos de la Escritura o la (re)escritura de la Historia, premio Casa de las Américas 2007 en ensayo artístico-literario. Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2007.

 

Para leer mas ~Presentación Barquet