Los frenesís del travestismo.
(Sobre mi reciente viaje a Santa Clara. Crónica II).
Por: Alberto Abreu Arcia
Me fascina la estética del travesti, que linda con lo grotesco y todo lo exacerba, pero sobre todo esa cursilería, el kitsch no exento de burla o de crueldad, con que parodia y subvierte toda hegemonía. Por eso, acepté entusiasmado la invitación que me hicieron el poeta y editor Coyra y su pareja -un joven transformista conocido en el medio como Universo Picasso- para cenar juntos y después irnos a una disco gay (La esquina del home), que como parte del proyecto Pa mi gente se inauguraba la noche del martes. “Un show de travesti, mi china, que promete ser una delicia. Nada que ver con ese asco de locas populacheras al que estás acostumbrado en Matanzas”.
Después de cenar, aproveché la sobremesa para disfrutar de algunos videos con las recientes actuaciones de Universo Picasso, mientras hacíamos chistes sobre la teoría cultural cubana, tan aristocrática y desfasada, todavía anclada en los paradigmas de la escuela de Frankfurt con sus reticentes posturas frente a la cultura popular. Que falta hace, entre nosotros, un Carlos Monsivais y el barroquismo escandaloso y desclosetado de un Pedro Lemebel, para sacudir el pensamiento y derrumbar ciertas restricciones y muros de contención del discurso académico-institucional en sus acercamientos a los imaginarios de lo popular.
Cuando llegamos el show apenas había comenzado, pero ya el local estaba repleto. Le mostré al portero mi carnet de identidad para que me tomara los datos. Yo, que en otras ocasiones me había revelado contra este mecanismo de control habitual en casi todas las discos gays, por considerarlo humillante e innecesario, en esta ocasión lo hice con cierto orgullo mientras experimentaba, como la noche anterior frente al Monumento al Tren Blindado, el torbellino de la emoción sexual.
Como en muchas discotecas y billares del país, nacidos de la apertura del país al cuenta propismo, aquí también era normal la presencia de negros corpulentos contratados como porteros o agentes encargados de velar por el orden y la seguridad del local. Pensé en mi amigo, Tomasito La Gollesca, y descarda le guiñé un ojo. Su rostro se contrajo de inmediato, quizás conteniendo las ganas de abofetearme.
Por primera vez, desde mi llegada me sentí libre de todo muro de contención. “Si me empato esta noche, no me voy de Santa Clara”. Le digo, mientras avanzamos hacia el salón, moviendo los cuerpos al compás de un excitante regueton. Mientras percibía el cuchicheó de las locas sobre el modelito que Europa pensaba estrenar esa noche.
A diferencia, de otras disco gays que había frecuentados en Matanzas, lo primero que llamó la atención en La esquina del home fue la convivencia del discurso travesti con otras zonas y problemáticas de la sociedad cubana contemporánea. Eso que Lotman llama formaciones semióticas periféricas, típicos de los procesos que se desenvuelven en las fronteras culturales. Evidente no sólo en su nombre de bautizo, extraído del argot beisbolero, sino también por la heterogénea composición del público (edad, raza, filiación sexual, etc.) Por otro lado, la escenografía glamorosamente kitsch destinado a satisfacer los gustos de un consumidor que Coyra llamó de “clase media”.

Los videos de reguetoneros negros con su estetización del cuerpo masculino, y exagerada masculinidad, que lo construyen en objeto del deseo, aparecían un y otra vez en la pantalla de los tres inmensos televisores de plasma colocados en el centro y a ambos lados del escenario. Evoqué las noches de mi pueblo, la Casa de Virgilio Piñera y otros escenarios de caza, al parecer más seguros que los de Santa Clara. Pero, ahora, totalmente inexistentes desde que un dirigente homofóbico, decidió colocar más luces que en el stadium Sandino o el Latinoamericano durante un juego de pelotas. Recordé a sus travestis con sus vestuarios y maquillajes desvencijados. También en Balita de gas, La Jabá, y otras las locas (negras, inmigrantes del oriente de la Isla y pobres) solidarias y liosas, cuerpos a la deriva como el mío, gitanos callejeros acostumbrados a pasear nuestra homoerótica por los recodos en penumbra de la ciudad. A esta hora de la noche estarían como siempre en el Rápido de Ruíz, tratando de hacer el baro, o bebiendo ron hasta desfallecer, haciendo chillar sus voces, envueltas -vaya usted a saber- en qué chisme o choteo, moviendo continuamente sus brazos como aspas, ávidas por detener o atizar una nueva reyerta. Rodeadas de pingueros con sus 
artimañas prostibulares.
Omega fue quien abrió el show. Minutos antes, -cuando montada en unas pullas enorme y meneando el bolso, iba de mesa en mesa, saludando a sus admiradores, intercambiando chismes-, Universo Picasso y Coyra me la habían presentado. Se sentó a mi lado. Después del pajareo inicial, donde la llamé diva y me declaré su admirador, le propuse entrevistarla para Afromodernidades. Para refrescar la pista, el segundo artista fuer un cantante mediocre. Luego apareció un trio de lesbianas transformistas, vestidas de vaqueros, interpretando un country. El transformismo se va haciendo bastante recurrente entre las lesbianas, y lo que constituye todo un desafío para la teoría feminista. Europa, cerró el show, con un vestido púrpura, de un diseño gótico y declaradas alusiones al cine de Hollywood. En su actuación, al igual que la de Omega, los gestos melodramáticos estaban impregnados del aire cursi y patético del bolero con sus sentimientos encontrados y múltiples desilusiones, buscaba la celebridad. En cada pausa oteaba transitoriamente el aire de la fama, la celebridad de las grandes divas. Exotismo de la máscara, utilería, sed de otredades, pura descolocación del yo. Esa fuerza otra, que durante muchos años distinguió a las mejores estrellas del cabaret cubano, ahora en decadencia (Continuará).