Siempre, Lalita.

Por: Alberto Abreu Arcia

Ahora, mientras escribo estas notas, vuelvo a repasar el video de su conferencia en el Instituto Cervantes de Chicago, había sido un éxito. Tenía una cualidad especial para seducir con sus conversaciones, para movilizar datos, anécdotas cruzándolas con las referencias más excéntricas, matizarlas con sus vivencias personales y traerlas a las problemáticas del presente. Todo esto con una sencillez que cautivaba. En una ocasión, hablando con ella sobre un baile que se puso de moda entre los jóvenes en los años del período especial cuando el apogeo de la timba, me hizo la observación de que ese movimiento frenético del torso y los brazos de los bailadores, que parecían convulsiones o que iban a caer en trance no era otra cosa que una catarsis social. A partir de esta tesis comenzó una disertación donde sustentaban, entre otras ideas, que los bailes en pareja como el casino era un invento de los blancos, que los negros siempre bailaban solos, acudía a datos, ejemplos que desmontaban percepciones acuñadas en este sentido por el discurso oficial de la cultura cubana en relación con lo popular, recurría a ejemplos incuestionables de la memoria y el imaginario popular que se remontaban a las prácticas del espiritismo de cordón en la región oriental de Cuba. Poesía una cultura enciclopédica unida a una memoria excepcional donde a veces era imposible determinar la frontera que separa lo vivido de lo leído.

Siempre estaba rodeada de jóvenes y buscando involucrarlos en sus diferentes proyectos. A una invitación suya para colaborar en su antología Bufo y nación, interpelaciones desde el presente, debo mi pasión por el siglo XIX cubano. Esto la hacía una intelectual bastaste atípica entre los escritores y artistas negro/as de su generación tan resguardados en sí mismo, en sus miedos y por preservar la cuota de prestigio alcanzada. Por esos motivos siempre se consideró una especie de puente entre ellos y los más jóvenes. Gracias a Lalita conocí muchas interioridades e intersticios de este movimiento en los años cincuenta y sesenta, y a muchos de sus actores como Iván Cesar Martínez, Juan Felipe Benemelis, Carlos Moore, Tomás González… Mucho se ha hablado sobre sus limitaciones físicas, que la obligaban a permanecer todo el día en un rincón de la casa donde vivía frente a su computadora y cerca del teléfono. Creo que no necesitaba más para dialogar con el mundo y atender los innumerables correos que a diario le llegaban de cualquier parte del mundo, para negociar con la editorial la publicación de algún nuevo libro, o para enfadarse, polemizar y provocar a sus amigos. Lo hacía cada cierto tiempo, a veces por motivos triviales o cuando ante algún suceso alguien asumía una posición “débil”, que no se avenía con sus intransigentes posturas. Desde ese rincón de la pequeña salita del apartamento de su prima, era capaz de hacer las cosas más insospechable: conseguir un dato, obtener determinado tipo de información por muy secreta que pareciera hasta gestionar el regreso del dramaturgo Tomás González de Isla Canarias a Cuba, donde había decidido pasar los días finales de su enfermedad y morir, organizar determinado evento como la gira del grupo de raperos afrocolombiano Choquibtown por La Habana o contactar con Maryse Condé con vista a la semana del autor que le dedicaba Casa de las Américas.

Fue precisamente su personalidad controversial e inquieta lo que le permitió el tránsito de la crítica ortodoxa, que concibe al crítico como un masoreta o interprete, siempre a la sombra del creador, a los predios creativos y enriquecedores de la crítica cultural, los estudios culturales, subalternos, y el pensamiento afrofeministas que propugnaban los jóvenes que la rodeabamos. En los textos que escribió en los últimos seis años de vida hay varias marcas que dan fe de esta impronta.